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Fragmentos del Dictionnaire Infernal
de Collin de Plancy


Traducción del texto referente al vampiro de Mykonos:

Cuenta Tournefort en el primer tomo de su viaje a Levante la manera que él vio de exhumar un brucolaco en la isla de Mykonos, donde se encontraba en 1701. Era un campesino de temperamento melancólico y pendenciero, algo que hay que señalar en sujetos parecidos. Se le encontró muerto en el campo, no se sabe por quién ni como. Dos días después de que fuera inhumado en una capilla de la villa, corrió el rumor de que se le veía pasear dando grandes zancadas, y que se introducía en las casas, derribando los muebles, encendiendo las lámparas, agarrando a la gente por detrás, y haciendo toda clase de travesuras. La cosa se tomó a risa; pero el asunto se convirtió en algo serio, ya que gentes de lo más honesto empezaron a quejarse. Incluso los papas (sacerdotes griegos) convenían en ello, y sin duda tenían sus razones; pues así no faltaban razones para decir misas.

Pese a todo el espectro continúo haciendo de las suyas. Por fin se decidió, durante una asamblea que reunió a los principales de la villa, y a sacerdotes y religiosos, que, siguiendo no se qué antiguo rito, se esperara a que pasaran nueve días a partir del día del entierro. El décimo día se dijo una misa en la capilla en la que estaba el cuerpo, con objeto de expulsar al demonio que según se creía estaba encerrado en él. Una vez dicha la misa, se desenterró el cuerpo y se le extrajo el corazón entre los aplausos de toda la asamblea. El cuerpo olía tan mal que hubo que quemar incienso; pero el humo, mezclado con el mal olor, no hizo otra cosa que empeorarlo, y comenzó a calentar la cabeza de aquellas pobres gentes: se les llenó de visiones la imaginación. Empezó a decirse que un humo espeso salía del cuerpo. Nosotros aseguraríamos, dice Tournefort, que era el humo del incienso. En la capilla y en la plaza se gritaba ¡Vricolacas! El rumor se extendió por las calles como un bramido, y aquella palabra parecía aterrorizar a todos.

Muchos asistentes aseguraban que la sangre corría roja, otros que aún estaba caliente, por todo lo cual deducían que el muerto no estaba muerto, o, mejor dicho, que había sido reanimado por el diablo.

Esa era la idea que se tenía de un brucolaco o vrucolaco. Los que le habían enterrado pretendían ahora que ya se habían dado cuenta de que el cuerpo no estaba rígido cuando lo llevaron del campo a la iglesia para enterrarlo, y que, en consecuencia, era un auténtico brucolaco; así se decía. En fin, todos estuvieron de acuerdo en quemar el corazón del muerto, quien, después de esta ejecución, no por ello se mostró más dócil como todos esperaban. Se le continuó acusando de golpear a la gente por la noche, de forzar las puertas, de desgarrar los vestidos, y de vaciar cántaros y botellas. Era un muerto muy inquieto. Creo, añade Tournefort, que la única casa que respetó fue la del cónsul, donde nos alojábamos.

Pero se desbocó la imaginación de todo el mundo; aquello se convirtió en una verdadera enfermedad del cerebro, tan peligrosa como la manía o la rabia. Uno podía ver como familias enteras abandonaban sus casas, llevándose sus bártulos a la plaza para pasar la noche allí: los más sensatos se retiraban al campo. Los ciudadanos, preocupados por el bien de la comunidad aseguraban que durante la ceremonia se había dejado de lado lo más esencial. Lo que había fallado, según decían, era que la misa se había dicho antes de haber sido retirado el corazón del difunto. Pretendían que con esta precaución se habría cogido por sorpresa al diablo; y que sin duda no se le habría dado oportunidad para volver; ya que al empezar por la misa se le dio tiempo de darse a la fuga y de regresar después.

Se hicieron procesiones en toda la villa durante tres días y tres noches; se obligó a los papas para que hicieran ayunos; se les veía correr por las casas, con el hisopo en la mano, echar agua bendita y lavar las puertas; incluso se asperjó hasta llenarla la boca del pobre brucolaco, al que se acusaba de cometer los pecados más abominables. Se tomó la determinación de hacer guardias durante la noche y de arrestar a algunos vagabundos que según se decía habían tomado parte en todo aquel desorden; pero se les liberó demasiado pronto, y dos días después, para compensar el ayuno que habían hecho en prisión, volvieron a vaciar los cántaros de vino de aquellos que habían abandonado sus hogares durante la noche. De modo que fue necesario recurrir otra vez a las plegarias.

Una mañana en la que se recitaron ciertas oraciones, después de colocar una buena cantidad de espadas desenvainadas sobre la fosa del cadáver, al cual desenterraban tres o cuatro veces por día según el capricho del primero que llegara, un albano que se encontraba en Mykonos espetó con un tono docto que era ridículo utilizar espadas de cristianos para un caso como éste: "No veis, pobres gentes, añadió, que la guardia de estas espadas, al hacer una cruz con la empuñadura, impide al diablo salir del cuerpo? ¿Por qué no utilizáis sables turcos?" El consejo no sirvió de nada; el brucolaco no se hizo más tratable, y ya no se sabía a qué santo encomendarse, de modo que se tomó la decisión unánime de quemar todo el cuerpo, tras lo cual el diablo no podría alojarse allí.

Se preparó una hoguera con alquitrán en un extremo de la isla de Saint-Georges, y los restos fueron consumidos por el fuego el uno de enero de 1701. Ya no se volvió a hablar del brucolaco. Se contentaron con decir que esta vez el diablo sí había sido atrapado convenientemente, y se crearon canciones para ridiculizarlo.

En todo el Archipiélago, añade Tournefort, están convencidos que sólo entre los griegos del rito ortodoxo puede el diablo reanimar cadáveres. Los habitantes de la isla de Santorin conocen bien a esta clase de espectros; los de Mykonos, después de que se desvanecieran aquellas visiones, temían tanto las diligencias de los turcos como las del obispo de Tine. Ningún sacerdote quería estar presente en Saint-Georges cuando se quemó el cuerpo, por miedo a que el obispo exigiera una suma de dinero por haber desenterrado y quemado al muerto sin su permiso. En cuanto a los turcos es cierto que en la primera visita no perdieron la oportunidad de hacer pagar a la comunidad de Mykonos por la sangre de aquel pobre retornado, que fue, se mirase por donde se mirase, la abominación y el horror de su país.

© 2008. Del texto y traducciones, Javier Arries

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